("Creo que la esencia de la vida consiste en ser fiel a lo que uno cree su destino"
Sobre Héroes y Tumbas. Ernesto Sábato)
Es hablar de las palabras, las que desbordan el lenguaje y aquellas otras, las que no hacen justicia. Tomaron el tren que los llevó lejos de Wasteland quizás para ya nunca más volver. Ella tenía un libro sobre las rodillas, algo de ese hombre que alguna vez confesó que afortunadamente y desafortunadamente, las únicas ficciones que era capaz de escribir eran aquellas que exorcizaban algún espectro interno – Sábato, tal vez. Desempañaron sus ojos de izquierda a derecha, habían tenido la mirada drástica por años, esa misma que fluctúa entre meticulosa y escéptica, con la que únicamente se puede dar vuelta el mundo esperando que caiga del abismo de la nada esa persona susceptible de ser reconocida aún en la más oscura falta de palabras en lo inmediato de los cuerpos.
Es hablar de la piel con la que nos vamos a dormir, y de la carne que nos devuelven las primeras horas de la mañana. Las marcas de los años en el hombre, ese tiempo que floreció en los ombligos hasta que la piedra decantó en el agua y se abrieron las ventanas, hasta que las sombras y las luces dictaron que Wasteland ya no era lo precisamente indicado, lo debidamente amado; hasta que el ruido que antes distorsionaban comenzara a sangrarles los oídos.
Era un verde que hablaba de los estribillos en común que sólo ellos en aquel tren sabían de memoria; la locura de Alejandra y la manera en la que la amaba Martín. Los héroes, las tumbas, los Sábatos anónimos, la soledad con la que habían recorrido aquellos espejos en los lejanos recintos circulares de sus pupilas, sus propias ruinas por fuera de toda luminosidad.
La proliferación del alma que rompe lo que le enseñaron en la infancia: no en vano nos enseñan a conjugar amar-temer-y-partir de forma mecánica en primera instancia. Al subir al tren dejaron atrás aquellos tiempos, cuando sólo se resumían a ser facciones que buscan el sol entre cuatro paredes, y sólo se encontraban a ellos mismos – pensándose poco, tal vez lo suficiente. Creyéndose poco, definitivamente lo suficiente; percibiendo la falsa forma en que el tiempo se va y jamás regresa.
Han sido capaces de verse a ellos mismos, sus pieles, sus huesos, abandonando toda desilusión de ser, precisamente, ellos mismos. Leyendo las mismas hojas en las noches entre ocres y turquesas, ya no más neciamente ausentes, ya sólo necesariamente recíprocos.
Siguieron en su viaje, Alejandra seguía destilando su locura heredada, Martín seguía sin decirle que la amaba con el alma y tantos Sábatos sin nombres completaban el paisaje. Ellos tienen infinitos factores cósmicos y una lluvia que ya nunca va a parar. Un sol que de tan lejano les da calor, un barrilete para volar en los inviernos, una sonrisa que sólo se luce en primavera. Tienen, en la ciudad de la insomnia y la suburbia una canción que los pone a salvo del mundo exterior, una canción que los unifica sin cantar.
Es hablar de suprimir el temer y el partir aún en plena fuga hacia el encuentro. Es hablar de sólo amar, ya no amar solo ni sólo, ni acentuados ni esdrújulos.
Es una canción que nadie más puede cantar, porque nadie más jamás la ha escuchado- la canción que los hace uno, y los aleja del mundo pero les abre la cama y las puertas, los ancla a una habitación y les dice que ese es ahora el mundo que se ha reducido para ellos.
Las manos juntas, los límites y los bordes de los dedos desdibujados, tan sólo una forma, una misma unidad.
Una canción sin raíces.