Sin saber a dónde ir a parar, y con momentos a romper. Había una esquina, una vez, donde nunca nadie llegó a pertenecer. Y los segundos se apilaban, los minutos formaban fila, formaban momentos. Momentos a romper.
Entonces el fin era lo más predecible, en todo. Desde su calzado hasta sus frazadas. Y rompían lo que podían, hasta que llegara el momento: sus madres, sus inhalaciones, sus tarjetas de presentación, sus souvenires inmaculados, en fin, eran grandes depredadores.
Había también gente que pasaba por el lugar y abría la sombrilla, se quedaba un rato (jamás un momento), aniquilaban algunas expectativas y listo, ya habían sido cómplices de alguna nueva experiencia.
Y los momentos a romper se amontonaban, sobre todo cuando nadie pasaba por esa esquina, entonces cuando aparecía algún boludo se mataban por ver cuál de todos llegaba primero: la ruptura, la crisis, el grito, la duda, la decisión, el fin.
El fin esquivaba a los otros momentos, si bien era otro momento a romper se sabía que tenía algo que los demás no: la bendita instancia definitoria.
Y así pasó el tiempo, con cada cual que prefirió cruzar de vereda antes que meterse en reverendo panorama y cada otro que se metía, de gusto, en ese agujero negro tan bizarro que tiene cada ciudad. Hoy es un hueco un tanto vintage, ya no tan retro.
De moda y demodé, un asco imperdible para el alma suburbana de paso entre la oficina y el aula.