Le gusta el tacto de los dedos cuando van desabrochando el jean. Suena el polvo que va cayendo al suelo, habrá quien diga “muy bueno tu cadáver exquisito” y no voy a tener más remedio que replicar que los cadáveres no son exquisitos porque ya no les funciona el paladar. Le gusta irse a dormir si llueve en Buenos Aires. Le gusta pensar con la cabeza en la almohada mientras escucha como eso que cae del cielo rompe el silencio al estrellarse contra el piso. Y la luz del alumbrado que se balancea y forma contornos difusos que se proyectan contra la pared, una vez atravesada la cara interna de la cortina.
Le gusta tirarse espalda contra el parqué. No sabe muy bien por o para qué, pero lo hace igual. Dejar las medias rayadas hechas bollito contra el piso, el jean ya desabotonado, dado vuelta, emulando al remolino que tiene dándole vueltas en el cerebro.
Porque llueve en Buenos Aires, caen los silencios sobre las horas que se van muriendo sin que nadie las vea, la cabeza no está cómoda en la almohada y los dedos sólo recuerdan aquellos botones que hay sido desprendidos y despojados de sus ojales, y que ahora se desparraman sobre el parqué, volviéndolo terreno minado.
En medio del agua de los silencios, le gusta buscar una forma de resignificar el presente cogiéndose al pasado, incluso cuando eso la deja sin habla ni respiración, encastrada en el abismo de alguna ceguera. Todavía no sabe que le gusta ser la madama de las cosas que le pasan.
Como si en sus vidas pasadas hubiera sido una prostituta victoriana preocupada porque los clientes no le pierdan los botones de los vestidos, insignificancias tan difíciles de reponer, metonimias y metáforas de cómo te va quedando la persona que llevás adentro cada vez que te gana la incertidumbre.
Como lo mucho que le gustaría ser hombre por una semana. Como saber que vive del prostíbulo de cristal que se erige entre lo que se excede de los límites de su jean, su lluvia, su Buenos Aires y su cama y lo que sencillamente, se intercambia con un tercero, con una cara o un nombre, o una cara sin nombre, café en el baño, vino para la cena.
¿Podrá soltarse el pelo, volverse transparente sólo por un instante? ¿Podrá ver si sus huesos corresponden a los parámetros humanos tan sólo por un momento? Le gusta sentir que no tiene todas las respuestas y que tampoco debe simular que las tiene. Le gusta darse cuenta que no retiene en la memoria todas las cosas lindas que deben decirse antes de morir. Le gusta saber que todavía no tiene las pistas de su vida, le gusta saberse incompleta en sus crisis.
Riega al parqué con su presencia, le gusta gritar en silencio hasta personificar con rostros y facciones a aquellos lugares conocidos. Le gusta dejar ir y tomar la seguridad desde el centro de ella misma. Le gusta caminar sin saber muy bien a dónde ir, sólo generar más polvo que la acerque a algún lugar donde descansar.
Le gusta caer en la gracia de lo desconocido, la gracia que aterra a tantos otros más. Le gusta no poder definir qué es eso que la mantiene gravitando, sus botones en el parqué. Cóxis como meseta entre su ombligo y su cintura. La mariposa en sus pulmones, los latidos en el cuello, las estrellas de las venas, la tinta en la sangre, el jean en el suelo, los dedos recordando la información que les gusta percibir. La cama del sexo, y el sexo de las camas que no quieren ser depósitos de sueños que se desintegran al llegar la mañana.
Habrá quien diga “muy bueno tu cadáver exquisito” y no voy a tener más remedio que replicar que los cadáveres no son exquisitos porque ya no les funciona el paladar.
A lo mejor a los cadáveres les funciona otra cosa, vaya uno a saber que, la vida que vive en la muerte, porque la vida no se acaba aunque nosotros sí, nos transformamos.